Han pasado varios días, pero el recuerdo de su mano grande y morena acariciando suavemente mi mejilla a modo de despedida aún me provoca escalofríos. Estábamos los dos junto a la puerta y la multitud gritona y apelotonada parecía no existir. “Gracias por venir”, le dije yo mientras pensaba “no quiero que te vayas”. Entonces él me acarició de esa manera y se despidió. “Adiós princesa”.
Pero eso fue muy tarde, y antes habían pasado tantas cosas…
La gente se lo estaba pasando bien. No es de extrañar, porque había litros de vino y de cerveza y muchísimas ganas de juerga. La cena iba saliendo escalonadamente; tanto que aún no habíamos terminado y el local ya se estaba llenando de gente ajena a la fiesta. Yo estaba emocionadísima poniendo (con algún que otro fallo técnico bochornoso) la música que me hace bailar a mi y, por extensión, a mis amig@s del alma. No les debió parecer mal a los extraños, porque también bailaban e incluso una guiri rubia, guapa y sonriente vino a agradecerme la selección. El caso es que me sentía feliz, relajada y ligeramente etílica.
Cuando la mirada del dj del local me dijo “estoy a punto de ir a la cocina a buscar el cuchillo del jamón” decidí dejar de jugar a soy dj y reunirme con mi troupe. Marc el burbuja, con el que había intercambiado saludos y un poco de tontería al llegar se me acercó más de lo normal y me dijo con una preciosa sonrisa que hubiera preferido algo más de pop pero que le había gustado mi “actuación”. Saltaba a la legua que mentía pero no me importó lo más mínimo. Se me antojó guapísimo en las distancias cortas y constantemente tenía que reprimir el impulso de pasar mi mano por su pseudo-afro cabellera, que ejercía una atracción indescriptible sobre mí.
Pero como yo era la princesa por un día de la fiesta tuve que ir interpretando mi monárquico papel entre todos los invitados cual Isabel Preysler en casa del embajador, con lo que nuestras conversaciones estaban siendo tan surrealistas y entrecortadas como proporcionalmente sugerentes. Estaba casi segura de que teníamos muchas probabilidades de acabar liados esa noche.
–El burbuja te pega mogollón –me dijo una Marta feliz y borracha.
–Es mono, ¿eh? (qué queréis que os diga, las conversaciones de niñas, o al menos las de Marta y la menda, suelen ser así).
Y las dos lo miramos como si estuviéramos examinando un vestido de Miguel Palacio, con la cabeza ladeada y cara de tontas.
La noche avanzaba y Marc estaba increíble. Divertido, chisposo, cariñoso y encantador. Además llevaba él toda la iniciativa, lo cual para mí suponía un alivio y una experiencia nueva y relajante: se acercaba y me traía vino, me guiñaba el ojo cuando nuestras miradas se cruzaban, me decía lindezas cuando pasaba a mi lado para ir al lavabo…
–Está en el bote – me soltó Marta cuando le oyó decir “hoy estás guapísima”.
–Mientras no me venga con una excusa de última hora…
–¿Tipo Mario?
–Tipo “los-frikis-con-los-que-últimamente-se topa-Mila”
–O sea, tipo Mario.
Pues sí, tipo Mario.
Cuando Marc en uno de sus acercamientos puso sin venir a cuento su mano en mi cintura para hablarme y ya no la sacó, ví claro que a este chico no le rondaban por la cabeza muchas dudas existenciales acerca de la comunión perfecta hombre-mujer. Y allí estábamos los dos, hablando de tonterías con su mano en mi cintura y su boca rozándome casi el oído al acercarse para hablar cuando de pronto lo ví entrar. Solo, despistado, tratando de avanzar entre la gente. Me quedé helada, como en standby. Era él, el señor Maravillas. Murmuré una disculpa rápida a Marc y fui hacia él. En ese instante me vio. Se dirigió hacia mí con su preciosa sonrisa y ese aire de no encajar en ningún sitio y nos encontramos en un punto medio, entre un inglés borracho y enorme y un grupo de chicas que bailaban en corro.
–Has venido…
–Felicidades
Nos dimos dos besos.
–Estás muy guapa –me dijo. Y yo me derretí un poquito.
Miré rápidamente alrededor
–¿Has venido solo?
–Estoy con unos amigos aquí cerca y he pasado a saludarte. Bueno, y a darte esto.
Era una selección de cedés de Nina Simone. Hacía tiempo, en una de aquellas tardes en que nos lo pasamos tan bien hablando de la vida, cuando aún creía que el hombre de mi vida podría serlo de verdad, los dos habíamos comentado que era muy graciosa la escena en que Julie Delpy imita a la maravillosa Nina Simone delante de Ethan Hawke en “Before sunset". Me entraron ganas de arrebatarle la mesa de mezclas al señor dj “mira que funky soy” y poner a todo volumen “Feeling good”.
Nos fuimos apartando poco a poco del inglés borracho y nos quedamos junto a la pared. Le invité a una copa. Brindamos por mí, por la Velvet Underground, por Johnny Cash y por Nina. Pasado el corte inicial nos sumergimos en una de nuestras conversaciones interminables. Los colegas que se iban yendo nos interrumpían para despedirse, pero él seguía allí. Había momentos en los que perdía el hilo de lo que me estaba diciendo; sólo oía los latidos de mi corazón. De vez en cuando se nos acababan las frases y nos quedábamos callados, mirándonos y sonriendo como un par de idiotas. En uno de esos momentos pasó Marc por allí, puso su mano en mi cintura, me cogió la cerveza, le dio un trago, me guiñó el ojo y se fue. Creo que me puse un poco roja. El señor Maravillas lo miró de reojo pero no pareció sorprendido. No preguntó. Yo tampoco dije nada.
Al cabo de un rato la carroza comenzó a convertirse otra vez en calabaza.
–Tengo que irme –me dijo.
Le acompañé a la puerta.
–Gracias por venir.
Y entonces vino lo de la mano, y el “Adiós princesa”. Nos dimos dos besos y mi mano se entretuvo más de lo necesario en su nuca.
Al día siguiente me desperté en mi cama y con Marc a mi lado. Fue divertido. Marc me gusta mucho. Pero me sentía rara. Como si le estuviera siendo infiel a alguien.
Quizás a mi misma.
La gente se lo estaba pasando bien. No es de extrañar, porque había litros de vino y de cerveza y muchísimas ganas de juerga. La cena iba saliendo escalonadamente; tanto que aún no habíamos terminado y el local ya se estaba llenando de gente ajena a la fiesta. Yo estaba emocionadísima poniendo (con algún que otro fallo técnico bochornoso) la música que me hace bailar a mi y, por extensión, a mis amig@s del alma. No les debió parecer mal a los extraños, porque también bailaban e incluso una guiri rubia, guapa y sonriente vino a agradecerme la selección. El caso es que me sentía feliz, relajada y ligeramente etílica.
Cuando la mirada del dj del local me dijo “estoy a punto de ir a la cocina a buscar el cuchillo del jamón” decidí dejar de jugar a soy dj y reunirme con mi troupe. Marc el burbuja, con el que había intercambiado saludos y un poco de tontería al llegar se me acercó más de lo normal y me dijo con una preciosa sonrisa que hubiera preferido algo más de pop pero que le había gustado mi “actuación”. Saltaba a la legua que mentía pero no me importó lo más mínimo. Se me antojó guapísimo en las distancias cortas y constantemente tenía que reprimir el impulso de pasar mi mano por su pseudo-afro cabellera, que ejercía una atracción indescriptible sobre mí.
Pero como yo era la princesa por un día de la fiesta tuve que ir interpretando mi monárquico papel entre todos los invitados cual Isabel Preysler en casa del embajador, con lo que nuestras conversaciones estaban siendo tan surrealistas y entrecortadas como proporcionalmente sugerentes. Estaba casi segura de que teníamos muchas probabilidades de acabar liados esa noche.
–El burbuja te pega mogollón –me dijo una Marta feliz y borracha.
–Es mono, ¿eh? (qué queréis que os diga, las conversaciones de niñas, o al menos las de Marta y la menda, suelen ser así).
Y las dos lo miramos como si estuviéramos examinando un vestido de Miguel Palacio, con la cabeza ladeada y cara de tontas.
La noche avanzaba y Marc estaba increíble. Divertido, chisposo, cariñoso y encantador. Además llevaba él toda la iniciativa, lo cual para mí suponía un alivio y una experiencia nueva y relajante: se acercaba y me traía vino, me guiñaba el ojo cuando nuestras miradas se cruzaban, me decía lindezas cuando pasaba a mi lado para ir al lavabo…
–Está en el bote – me soltó Marta cuando le oyó decir “hoy estás guapísima”.
–Mientras no me venga con una excusa de última hora…
–¿Tipo Mario?
–Tipo “los-frikis-con-los-que-últimamente-se topa-Mila”
–O sea, tipo Mario.
Pues sí, tipo Mario.
Cuando Marc en uno de sus acercamientos puso sin venir a cuento su mano en mi cintura para hablarme y ya no la sacó, ví claro que a este chico no le rondaban por la cabeza muchas dudas existenciales acerca de la comunión perfecta hombre-mujer. Y allí estábamos los dos, hablando de tonterías con su mano en mi cintura y su boca rozándome casi el oído al acercarse para hablar cuando de pronto lo ví entrar. Solo, despistado, tratando de avanzar entre la gente. Me quedé helada, como en standby. Era él, el señor Maravillas. Murmuré una disculpa rápida a Marc y fui hacia él. En ese instante me vio. Se dirigió hacia mí con su preciosa sonrisa y ese aire de no encajar en ningún sitio y nos encontramos en un punto medio, entre un inglés borracho y enorme y un grupo de chicas que bailaban en corro.
–Has venido…
–Felicidades
Nos dimos dos besos.
–Estás muy guapa –me dijo. Y yo me derretí un poquito.
Miré rápidamente alrededor
–¿Has venido solo?
–Estoy con unos amigos aquí cerca y he pasado a saludarte. Bueno, y a darte esto.
Era una selección de cedés de Nina Simone. Hacía tiempo, en una de aquellas tardes en que nos lo pasamos tan bien hablando de la vida, cuando aún creía que el hombre de mi vida podría serlo de verdad, los dos habíamos comentado que era muy graciosa la escena en que Julie Delpy imita a la maravillosa Nina Simone delante de Ethan Hawke en “Before sunset". Me entraron ganas de arrebatarle la mesa de mezclas al señor dj “mira que funky soy” y poner a todo volumen “Feeling good”.
Nos fuimos apartando poco a poco del inglés borracho y nos quedamos junto a la pared. Le invité a una copa. Brindamos por mí, por la Velvet Underground, por Johnny Cash y por Nina. Pasado el corte inicial nos sumergimos en una de nuestras conversaciones interminables. Los colegas que se iban yendo nos interrumpían para despedirse, pero él seguía allí. Había momentos en los que perdía el hilo de lo que me estaba diciendo; sólo oía los latidos de mi corazón. De vez en cuando se nos acababan las frases y nos quedábamos callados, mirándonos y sonriendo como un par de idiotas. En uno de esos momentos pasó Marc por allí, puso su mano en mi cintura, me cogió la cerveza, le dio un trago, me guiñó el ojo y se fue. Creo que me puse un poco roja. El señor Maravillas lo miró de reojo pero no pareció sorprendido. No preguntó. Yo tampoco dije nada.
Al cabo de un rato la carroza comenzó a convertirse otra vez en calabaza.
–Tengo que irme –me dijo.
Le acompañé a la puerta.
–Gracias por venir.
Y entonces vino lo de la mano, y el “Adiós princesa”. Nos dimos dos besos y mi mano se entretuvo más de lo necesario en su nuca.
Al día siguiente me desperté en mi cama y con Marc a mi lado. Fue divertido. Marc me gusta mucho. Pero me sentía rara. Como si le estuviera siendo infiel a alguien.
Quizás a mi misma.