Tras más de 1000 kilómetros de autopista y tres Red Bulls, Noelia y yo llegamos al apartamento gaditano que habíamos alquilado para pasar dos semanas de agosto. A las dos nos dio un acceso de risa histérica al comprobar que era más preciosista aún que en las fotos. Y que tenía un jardín con una manguera, un porche, dos tumbonas, una palmera, una buganvillia y un invitado, Leopoldo. A unos 10 minutos a pie y tres en coche teníamos la playa de Trafalgar y el chiringuito de las sardinas a la plancha con su chiringuitero piropero. A 40 km a la redonda, un montón de pueblos por descubrir. Y a dos palmos, en el césped, el hombre más sexy y guapo que ambas dos habíamos visto en nuestra vida.
Sé que suena a tópico, pero es verdad. Creo que los que regentan los apartamentos hicieron un cásting de jardineros. Si no, no me lo explico. El imberbe que seduce a Gabrielle Solís en Mujeres Desesperadas no le llegaba ni a la suela de los zapatos, ni aunque éstos fueran de Sonia Rykiel (hoy me permito frivolidades, que me he comprado el Vogue). Os juro que era espectacularmente guapo. Y con un cuerpo forjado a golpe de azada y lo que sea que usan los jardineros digno de un calendario ideal para colgar en Wad-Ras.
La cosa fue más o menos así: Noelia y yo salimos el primer día a desayunar al porche del jardín, cual marquesas de Sotomayor, cuando de pronto una voz nos llamó desde la verja del jardín.
–Hola. Vengo a cortar la hierba. ¿Se puede?
La voz (con acento gaditano) pertenecía a un cuerpo aún no identificado, ya que le tapaba el brezo que cubría la valla.
–Mierda, qué inoportuno–dijo Noelia mientras se dirigía a la puerta del jardín. Y entonces, entró. Mi pequeña dosis de ego herido se consuela pensando que si hubiera acudido yo a abrir la puerta (y tuviera los preciosos ojos verdes de Noelia) quizás el jardinero hubiera reparado en mi antes, pero ella fue la que se topó de bruces con el Apolo de las katiuskas. La pobre tuvo que sobreponerse en segundos a la conmoción de encontrarse con un tipo semejante a las 10 de la mañana en el jardín, pero lo hizo magistralmente. Ni pestañeó, como si estuviera acostumbradísima a abrir la puerta un día cualquiera y encontrarse al mismísimo Príncipe Felipe (que conste que somos republicanas, ya que está de moda pronunciarse estos días) o a Jacob Dylan, por poner dos ejemplos inconcebibles. A mi, sin embargo, la mandíbula me llegó al césped cuando miré hacia la puerta.
La muy bicho de Noelia, parapetada por las anchas espaldas de la APARICIÓN, me iba haciendo caras de incredulidad, aguantándose la risa, señalándole el culo, y yo sí que tuve que esforzarme en disimular. Pensé que igual se trataba de una broma de bienvenida, algo así como un modelo contratado para amenizar la entrada del huésped, pero el mozo se dirigió como si nada al enchufe y procedió a darle a la cortacésped.
Sobrepuestas más mal que bien a la conmoción y el estupor, Noelia me agarró del brazo y me arrastró dentro del apartamento.
–No me lo puedo creer. ¿¡¡¡Pero tú has visto eso!!!? ¡Estas vacaciones sí que empiezan bien!
–Calla, loca que te va oir. ¿No será un gigoló a domicilio o algo así?
–¡No seas burra! Que no somos unas solteronas cincuentonas ni esto es Marbella. ¡Por Dios, voy a decirle algo, lo que sea, a darle palique!
–Vale, pero desabróchate un botón de la camisola ésa que llevas.
Y así mi querida Noelia comenzó una ardua pero concienzuda labor de seducción muy bien urdida y aún mejor llevada. Que si recomiéndanos una playa, un garito, un restaurante…
“Una postura” –pensé yo mientras le veía ir de aquí para allá, intentando todo dientes y sonrisa hacerse oír por encima de la cortacésped.
Se fue echándole un piropillo a Noe y recordándonos que el viernes volvería. Yo me despedí con un gesto de mano blando, sabedora que la batalla estaba perdida de antemano al ver que el macizorro no reparaba en mí ni un segundo.
–El viernes vuelve.
–Igual quiere comprobar si tus tetas hablan. Como no ha parado de mirarlas…
–Uy, uy, uy… estás celosa–pero me lo dijo riendo. Ella sabe que no.
–Es la primera vez que coincidimos en gustos con un tipo. Pero claro, éste no cuenta, porque es perfecto.
–La segunda–me corrigió ella. –¿Te acuerdas del recoge-vasos?
Y me reí al acordarme cómo noche tras noche, en mi visita hace ya años a Madrid, repetíamos en la sala Sol para deleitarnos con la visión de uno de los recoge-vasos del local.
–Bueno, cuando te lo beneficies, quiero luego los detalles–continué–. Pero tendrá que ser de día; te recuerdo que compartimos habitación.
–Bah, ¿de verdad crees que puedo ligarme a un tío así? Ha sido simpático porque somos las inquilinas de sus jefes…
–Vale, ya me lo dirás. Verano, playita, calor, hormonas disparadas... –Entré a buscar la bolsa de playa–. Pero quiero los detalles–repetí.
Efectivamente, aquel viernes, seis días después de nuestra llegada, Noelia comprobó que el jardinero infiel (estaba casado) usaba bien su cuerpo entrenado bajo el sol. Yo mientras tanto, disfrutaba en la playa de una brisa atípica y de los intentos enternecedores de un belga asincrónico por quedar conmigo aquella noche. Pero eso es otra historia. Hasta entonces, el único que pisó nuestro césped fue Leopoldo. Si os fijáis bien lo podréis ver en la foto.
Sé que suena a tópico, pero es verdad. Creo que los que regentan los apartamentos hicieron un cásting de jardineros. Si no, no me lo explico. El imberbe que seduce a Gabrielle Solís en Mujeres Desesperadas no le llegaba ni a la suela de los zapatos, ni aunque éstos fueran de Sonia Rykiel (hoy me permito frivolidades, que me he comprado el Vogue). Os juro que era espectacularmente guapo. Y con un cuerpo forjado a golpe de azada y lo que sea que usan los jardineros digno de un calendario ideal para colgar en Wad-Ras.
La cosa fue más o menos así: Noelia y yo salimos el primer día a desayunar al porche del jardín, cual marquesas de Sotomayor, cuando de pronto una voz nos llamó desde la verja del jardín.
–Hola. Vengo a cortar la hierba. ¿Se puede?
La voz (con acento gaditano) pertenecía a un cuerpo aún no identificado, ya que le tapaba el brezo que cubría la valla.
–Mierda, qué inoportuno–dijo Noelia mientras se dirigía a la puerta del jardín. Y entonces, entró. Mi pequeña dosis de ego herido se consuela pensando que si hubiera acudido yo a abrir la puerta (y tuviera los preciosos ojos verdes de Noelia) quizás el jardinero hubiera reparado en mi antes, pero ella fue la que se topó de bruces con el Apolo de las katiuskas. La pobre tuvo que sobreponerse en segundos a la conmoción de encontrarse con un tipo semejante a las 10 de la mañana en el jardín, pero lo hizo magistralmente. Ni pestañeó, como si estuviera acostumbradísima a abrir la puerta un día cualquiera y encontrarse al mismísimo Príncipe Felipe (que conste que somos republicanas, ya que está de moda pronunciarse estos días) o a Jacob Dylan, por poner dos ejemplos inconcebibles. A mi, sin embargo, la mandíbula me llegó al césped cuando miré hacia la puerta.
La muy bicho de Noelia, parapetada por las anchas espaldas de la APARICIÓN, me iba haciendo caras de incredulidad, aguantándose la risa, señalándole el culo, y yo sí que tuve que esforzarme en disimular. Pensé que igual se trataba de una broma de bienvenida, algo así como un modelo contratado para amenizar la entrada del huésped, pero el mozo se dirigió como si nada al enchufe y procedió a darle a la cortacésped.
Sobrepuestas más mal que bien a la conmoción y el estupor, Noelia me agarró del brazo y me arrastró dentro del apartamento.
–No me lo puedo creer. ¿¡¡¡Pero tú has visto eso!!!? ¡Estas vacaciones sí que empiezan bien!
–Calla, loca que te va oir. ¿No será un gigoló a domicilio o algo así?
–¡No seas burra! Que no somos unas solteronas cincuentonas ni esto es Marbella. ¡Por Dios, voy a decirle algo, lo que sea, a darle palique!
–Vale, pero desabróchate un botón de la camisola ésa que llevas.
Y así mi querida Noelia comenzó una ardua pero concienzuda labor de seducción muy bien urdida y aún mejor llevada. Que si recomiéndanos una playa, un garito, un restaurante…
“Una postura” –pensé yo mientras le veía ir de aquí para allá, intentando todo dientes y sonrisa hacerse oír por encima de la cortacésped.
Se fue echándole un piropillo a Noe y recordándonos que el viernes volvería. Yo me despedí con un gesto de mano blando, sabedora que la batalla estaba perdida de antemano al ver que el macizorro no reparaba en mí ni un segundo.
–El viernes vuelve.
–Igual quiere comprobar si tus tetas hablan. Como no ha parado de mirarlas…
–Uy, uy, uy… estás celosa–pero me lo dijo riendo. Ella sabe que no.
–Es la primera vez que coincidimos en gustos con un tipo. Pero claro, éste no cuenta, porque es perfecto.
–La segunda–me corrigió ella. –¿Te acuerdas del recoge-vasos?
Y me reí al acordarme cómo noche tras noche, en mi visita hace ya años a Madrid, repetíamos en la sala Sol para deleitarnos con la visión de uno de los recoge-vasos del local.
–Bueno, cuando te lo beneficies, quiero luego los detalles–continué–. Pero tendrá que ser de día; te recuerdo que compartimos habitación.
–Bah, ¿de verdad crees que puedo ligarme a un tío así? Ha sido simpático porque somos las inquilinas de sus jefes…
–Vale, ya me lo dirás. Verano, playita, calor, hormonas disparadas... –Entré a buscar la bolsa de playa–. Pero quiero los detalles–repetí.
Efectivamente, aquel viernes, seis días después de nuestra llegada, Noelia comprobó que el jardinero infiel (estaba casado) usaba bien su cuerpo entrenado bajo el sol. Yo mientras tanto, disfrutaba en la playa de una brisa atípica y de los intentos enternecedores de un belga asincrónico por quedar conmigo aquella noche. Pero eso es otra historia. Hasta entonces, el único que pisó nuestro césped fue Leopoldo. Si os fijáis bien lo podréis ver en la foto.