No es la primera vez ni la segunda que me pasa. Para ser sincera, debe ser la duodécima o así. Y el esquema se repite y se repite, y yo siempre pienso que esta vez será diferente, pero claro, me engaño. Las personas tendemos a reiterar los errores por culpa de una pasmosa capacidad amnésica, así que no varío mi estrategia de entrar a matar en una noche de ligoteo y que no es otra que la que utiliza media humanidad: ingesta desorbitada de alochol. Lo admito; sólo cuando los niveles de alcohol en mi sangre cuatriplican el máximo permitido por los alcoholímetros me atrevo a lanzarme. Digamos que el plan está urdido desde antes de salir de casa, pero la ejecución requiere de un pequeño empujoncito. Y el ataque frontal llega siempre cuando están a punto de confundirse las fricativas y las oclusivas en mi habla.
El panorama es el siguiente: noto que ha llegado la hora, y donde antes sólo había nervios, vergüenza e inseguridades, de repente veo un terreno perfectamente abonado para dejar que fluya lo que tiende a fluír y que, lógicamente, son los fluídos. Y allí va la Mila-que-siempre-da-el-primer-paso y antes de que mi lengua corra el peligro de trabarse por culpa de los lingotazos, la introduzco en la boca del candidato de la noche.
Hasta aquí la estrategia ha funcionado. Un 98% no pone ningua objeción y un 2% tiene un pequeño amago de sorpresa e incluso de reparo que se le pasa al cabo de 1’3 segundos. Una cita es una cita, y todos sabemos cómo queremos que acabe, aunque no nos pongamos de acuerdo en quién debe tomar la iniciativa.
El problema es que para llegar a esa comunión aplomo-morreo, no sólo yo ingiero las reservas con las que Bacardí ha forrado el bar de turno. Mi acompañante normalmente sigue mi ritmo para ir entrando en materia. Y claro, luego lo que no entra… es otra cosa.
De ahí, mis lloriqueos. De ahí la paradoja.
¡Ay, injusta madre naturaleza que pone alicientes a nuestro alcance para después quitarnos placeres!
El panorama es el siguiente: noto que ha llegado la hora, y donde antes sólo había nervios, vergüenza e inseguridades, de repente veo un terreno perfectamente abonado para dejar que fluya lo que tiende a fluír y que, lógicamente, son los fluídos. Y allí va la Mila-que-siempre-da-el-primer-paso y antes de que mi lengua corra el peligro de trabarse por culpa de los lingotazos, la introduzco en la boca del candidato de la noche.
Hasta aquí la estrategia ha funcionado. Un 98% no pone ningua objeción y un 2% tiene un pequeño amago de sorpresa e incluso de reparo que se le pasa al cabo de 1’3 segundos. Una cita es una cita, y todos sabemos cómo queremos que acabe, aunque no nos pongamos de acuerdo en quién debe tomar la iniciativa.
El problema es que para llegar a esa comunión aplomo-morreo, no sólo yo ingiero las reservas con las que Bacardí ha forrado el bar de turno. Mi acompañante normalmente sigue mi ritmo para ir entrando en materia. Y claro, luego lo que no entra… es otra cosa.
De ahí, mis lloriqueos. De ahí la paradoja.
¡Ay, injusta madre naturaleza que pone alicientes a nuestro alcance para después quitarnos placeres!