viernes, enero 26, 2007

LLEGÓ EL DÍA

Mi historia con Mario ha durado 68 días y 5 horas.

La madrugada del viernes 19 de enero, a las 00.17 pm hora local, servidora cerraba la puerta de un taxi dejando en el aire las estúpidas palabras “Hasta siempre”. La frase hizo un bonito tirabuzón en el aire y entró por el tímpano derecho de Mario. Fue dándose un garbeo por el hipotálamo de su cerebro y allí conectó algunos millares de neuronas que a su vez formaron una nueva frase. Pero la pobre debió tropezar con el lóbulo frontal y no salió nunca.

Creo que he tomado la decisión correcta. Y lo más inverosímil para mí continúa siendo que 68 días y 5 horas después de aquel encuentro en casa de Joana, jamás hubo sexo. Aún así me siento lloricosa y triste, y eso que no le amaba ni le amé nunca.

Vaya por delante que normalmente si estoy (por usar un verbo sin sentido) con alguien, suelo entregarme (por usar un verbo culebronero) en cuerpo y alma, independientemente de si lo siento como un rollete o como el hombre de mi vida. Suelo diversificar cuando se trata de objetivos, pero tras la consumación (en sus diversos grados), me concentro sólo en uno. Por ahorrar energía, supongo. Pero con Mario todo era raro: no nos veíamos apenas, aunque hablábamos bastante por teléfono. Algunos fines de semana me quedaba en casa como una monguita porque ninguno de los dos proponía un plan. Sentía una vaga sensación de pérdida de tiempo pero a la vez una incomprensible y puñetera curiosidad y atracción.

El viernes pasado quedamos. Esta vez, nada más verme me dio un besito en los labios y pasó su dedo pulgar por mi mejilla y a mi me dio un escalofrío, pero no sé muy bien por qué. Sonreí, que es lo que hago cuando no sé qué hacer.
Estuvimos un rato por ahí, comprando libros y discos y riéndonos de todo. En la librería La Central vi a CasiJack, que es un rollete que tuve hace meses, pero no le dije nada.
Cenamos en un sitio monín porque insistí. Quería crear un clima favorable para hablar de una vez por todas de nosotros, de lo que pasaba o dejaba de pasar. Estaba harta de pasar de los besos apasionados al penúltimo capítulo de Héroes, como si nada; de la nebulosa que había suspendida entre los dos. Pedí vino y le fui rellenando la copa disimuladamente.
A media cena, fue desprendiéndose poco a poco su impenetrable coraza de hombre frío. Primero sacó un brazo y me tomó la mano, después el otro y se tocó el pelo. Luego los dos pies y me dio una patada sin querer por debajo de la mesa. Por último se sacó el casco y de camino al lavabo me dio un beso. Cuando volvió a la mesa, lo solté.
–Mario, ¿qué esperas de esto?
–Que no sea muy caro
–Idiota, ya te he dicho que pago yo. Me refiero a esto que hay entre nosotros.
–Pues… no sé. ¿Tú que esperas?
Ala, ya estamos. Devolviendo la pelota a mi tejado. Como paso del “yo pregunté primero”, se lo dije.
–Quiero saber cuándo vamos a acostarnos.
–¿Por qué es tan importante para ti?
–No se trata de si es importante o no. Se trata de que me apetece. Me gustas. Yo te gusto. ¿Qué hay de malo en tener sexo? Sé que pasa algo y me gustaría saber qué es.
La explicación que me dio a continuación es, desde mi humilde punto de vista, rocambolesca e incomprensible pero respetable. Paso a reproducirla con mayor o menor exactitud.
Al chico le rompieron el corazón. Después de 9 años con su novia de toda la vida, ésta le dejó por otro. Luego se enteró que durante unos meses ella estuvo folleteando con el otro antes de que lo dejaran. Mario tenía un pobre concepto de las mujeres en general, así que decidió que no se volvería a acostar con ninguna hasta que estuviera completamente seguro de que iba a ser (sic) la madre de sus hijos. Es decir, la próxima novia de 9 años mínimo; su alma gemela, la mujer de su vida, vaya.
Ayvalahostia que diría mi amiga Itziar.
Me tocaba hablar a mi. Y servidora se había hecho un propósito de año nuevo. Así que lo fui dejando ir todo, con voz algo entrecortada: que respetaba su decisión, aunque a mi juicio le dejaba al margen de relaciones e historias maravillosas más allá del amor para toda la vida, amén de lo tristón y doloroso que debe ser el celibato autoimpuesto. Que yo no solía enamorarme facilmente. Que de él no estaba enamorada. Que me parecía sexy e interesante, pero que no oía campanillas ni a la Callas interpretando Carmen de Bizet en su presencia. Que a veces el amor surgía de la complicidad. Que a mi parecer se comía demasiado la cabeza y no disfrutaba del ahora por una especie de rencor soterrado.
Estuvo callado todo el rato. Finalmente habló.
–De todo lo que me has dicho, lo único que me ha dolido de verdad, aunque ya lo sospechaba, es oírte decir que no estás enamorada de mi. Porque yo sí.
–Lo siento.
–Mila… ¿cómo debe ser el chico del que te enamores?.
Y no sé si la pregunta me la hizo a mi o al aire.
“Una barba de tres días. Unas entradas sin escapatoria. Una voz profunda y rota. Un humor canalla y sorprendente y un cerebro capaz de retener datos inútiles. Una mirada que atraviese el esternón y que lo diga todo, que diga, Mila te deseo y te quiero y que luego baje hasta el suelo cuando aparece la única pega, el único pero; la novia que yo no soy”.
–No lo sé. Supongo que pasa y ya está.
Anduvimos juntos, cogidos de la mano, más próximos el uno del otro de lo que estuvimos jamás en los 68 días anteriores. Como si dichas ya las palabras sólo quedara lo que éramos. Un hombre complejo y confundido y una mujer con la cabeza y el corazón donde no debía.
–Supongo que esto se acaba aquí–le dije.
–Supongo que sí.
Y entonces paré el taxi y dije aquellas estúpidas palabras: “Hasta siempre, Mario”.

Fotografía de Pepx

viernes, enero 05, 2007

AÑO NUEVO, LÍO NUEVO

Pues ya está aquí el 007. Y llega movidito. En mi examen de conciencia pre-neo-annus decidí precisamente que iba a pasar de propósitos y buenas intenciones, ya que siempre me quedo en un estado de duda y estertor corporal, haga lo que haga. Me propuse abrazar con entusiasmo el consejo que hey mr. diyéi me dio hace poco: dejarme sorprender. ¿Que Mario llama? Ala, qué sorpresa. ¿Que no llama? Ala, qué sorpresa. ¿Que se cruza en mi vida un apuesto caballero de dientes blancos, ternura contrastada, amable inteligencia y fino sentido del humor? Ala, qué sorpresa; pensaba que sólo el señor Maravillas cuadraba con la descripción…
Si me hubiérais visto… todas las semivaciones navideñas así, en estado de perpetua indiferencia, aguardando en secreto esa sorpresa que iba a llenar mi vida de excitación y sintomático misterio. ¡Suena el móvil! ¡Qué sorpresa! Es… una teleoperadora de Vodafone.
Pero era inevitable: entre perpetua indiferencia y crónica indolencia me quedaba tiempo para volver a pensar en Mario. ¿Qué le pasaba? Ya le hemos dado demasiadas vueltas a eso. Sea un friki, un tímido compulsivo o un capullo, lo cierto es que a la menda no le dejaba indiferente. Tras la conclusión por una parte importante de la concurrencia de que eran mi orgullo y amor propio pisoteados y revolcados en el fango del desplante y la autocompasión lo que me impedían asomarme a las dulces promesas de sus virtudes, decidí ser menos susceptible. Así que le llamé. Para que no se diga.
Aish… me parece oíros, a tod@s l@s bienintencionad@s ¡Insensata! ¡Masoquista! ¡Temeraria!
Y la verdad… sí que lo fui, sí. Vaya lío.
Mario es como un libro de tapas bonitas. Apuesto y con grandes promesas de erudición y conocimiento universal. Utiliza palabras como “inconmensurable” y agarra la botella de cerveza con los dedos índice y corazón y la palma de la mano hacia arriba. Pero luego es… aburrido. Aburrido y predecible. Aburrido, predecible y sexy.
Porque a ciertas alturas de la tarde-noche, con la esperanza de que Papa Noel fuera generoso conmigo, lo único en lo que yo pensaba era en las ganas que tenía de echar un polvo con él. Le miraba a la cara mientras sus palabras se volvían una letanía insulsa de catarsis personales y conciencias maltrechas y sus labios se convertían en el objeto de deseo más ansiado por mi desde el SingStar Rocks edición británica. Consciente de que esos pensamientos no eran propios de una señorita de colegio de pago, tuve a bien abstenerme de tropezar de nuevo con la misma piedra. Me armé de paciencia y esperé que él tomara la iniciativa, fuera ésta cual fuera. Finalmente ésta consistió en que de repente, en el recodo más insulso del trayecto, le dio por agarrarme del brazo y plantarme un beso, así sin avisar (¿será su especialidad?). Me pareció como si lo hubiera estado planeando durante un rato y luego lo hubiera llevado a la práctica sin demasiado rigor romántico.
¡Ala, qué sorpresa!

Por un momento pensé en apartarme y hacerme la ofendida, en plan represalia venezolana, pero ya le tenía yo ganas, así que seguí el guión de forma impecable. Si él apremiaba, yo apremiaba. Si él aflojaba, yo aflojaba. Per debo reconocerlo: al besarle, todo cambió. Mi desidia, mi sensación de pérdida de tiempo se esfumaron. La atracción que nos unía hizo que la espera mereciera la pena. Besaba de maravilla y yo me sentía en el séptimo u octavo cielo.
Estuvimos así un rato, en plan adolescente, pero yo no dije esta boca es mía (entre otras cosas porque la obstruía su lengua). Cuando por fin nos separamos, esperé unos instantes esperando la proposición. Aún había una oportunidad para la redención. Por fin él iba a sugerirlo… Apoyó su frente en la mía y sonrió. Mi corazón iba a mil por hora. “Ahora me lo soltará” Ahora me dirá “quiero hacer el amor contigo”. Y yo le cogeré de la mano, pararé un taxi y entraremos en mi casa como dos huracanes de pasión y desenfreno, arrancándonos la ropa y lanzándonos con violencia sobreactuada sobre mi cama del Ikea.
Y entonces lo soltó.

“Yo… ejem Mila, yo… esto… nunca lo había sentido antes. Es una pasada”.

Glups.

¿Sentimientos?
Me quedé helada. Me sentí mal. Me sentí una harpía, una femme fatale de pacotilla. Repasé mentalmente mi comporamiento ulterior, algún resquicio, algún desliz por mi parte que hubiera dado pie a intuir o esbozar algo parecido al amor. Sinceramente, yo creía que con 31 años esas cosas ya no pasaban así, de golpe y porrazo. Reconozco que quise huir. Salir corriendo de allí. Pero no pude. Sólo sonreí por fuera y me morí un poquito por dentro.

Esa noche tampoco hubo sexo. Sólo la amarga sensación de que, una vez más, me había metido en un lío. Porque a esas alturas ya sabía que nunca, nunca iba a poder enamorarme de Mario.

Y aquí está mi propósito de año nuevo: decírselo.