La verdad es que llamar ruptura sentimental a "dejar de ver" a Leo es un eufemismo. Nos veíamos de vez en cuando pero como él tenía novia, llamar "relación" a nuestros decepcionantes encuentros sexuales sería bastante inexacto. Lo había conocido hacía más de un año en mi penúltimo trabajo y me gustó, pero como no estaba en una de mis etapas movidillas (que no es otra cosa que una etapa en la que me encuentro suficientemente recuperada de mi anterior fracaso como para volver a hacer el gilipollas), no pasé a la acción.
Tuve suerte (o eso creí entonces) y me lo encontré hace unos meses en El Corte Inglés cuando yo ya había dejado mi trabajo sin despedirme de él. Como no nacemos con un libro de instrucciones bajo el brazo, ni siquiera con un manual de pocas páginas, decidí no hacer nada cuando lo vi delante de mis narices. Podría ser que él me recordara sin problemas, pero también podría ocurrir que no. ¿Y si me había olvidado por completo? La verdad es que allí en El Corte Inglés, entre coloraciones de l’Óreal París y pinzas de depilar, con los tejanos más horrorosos de mi armario, el pelo recogido de cualquier manera en una pinza y sin maquillar, existían muchísimos números de que el pobre chico fuera incapaz de situarme. Joder, si ya lo dice Claudia que hay que salir siempre a la calle impecable, porque nunca sabes cuándo vas a encontrarte a Javier Bardem. El caso es que Javier Bardem no debe comprar en El Corte Inglés, pero aún así, me maldije por no haber seguido su consejo , porque en ese momento decidí que Leo me gustaba bastante.
Debo admitir que mi intuición es más lista que mi capacidad para hacerle caso, porque recuerdo que me dio por pensar que si Leo estaba en una sección tan femenina como la planta baja de El Corte Inglés, era porque tenía novia, o mujer, o las dos cosas (sorprendentemente conozco a más de uno con las dos cosas). Y yo seguía allí, con las Converse agujereadas, mirándolo alternativamente a él y a mi dedo pulgar asomando por la lona blanca. Como estaba en paro, me había tomado mi nueva condición demasiado en serio. Mandé mentalmente el grunge a la mierda.
Qué queréis que os diga, me entró el acojone y me di la vuelta, dispuesta a pagar en la caja más alejada mi tinte de pelo "noche cerrada del Amazonas". No iba a decirle nada a Leo, como no iba a decirle nada a ningún hombre si no iba con unos tacones de siete centímetros que me infundieran valor. Pero entonces, le oí detrás de mí.
––¿Mila?
Y claro, tuve que saludarle y poner mi mejor sonrisa (sin brillo de labios o "gloss", como les gusta decir en las revistas memas). Me invitó a tomar un café con la excusa de que le contara que hacía con mi vida ahora que ya no estaba en la editorial, pero mentí y dije que tenía un "compromiso ineludible" porque en realidad me sentía incapaz de sobrellevar una conversación con un hombre al que encontraba atractivo con mi sudadera de Osito Mischa manchada de Cola Cao. Pero me dio su número, y sin darme tiempo para procesar lo que ocurría, me cogió por los hombros y se despidió de mí con un par de besos en la mejilla, la mar de normal y dominando la situación con una entereza encomiable. Todo lo contrario que yo, que tuve la certeza absoluta de que, en ese preciso instante, con la boca abierta en una media sonrisa y un pote de tinte en la mano, parecía idiota.
“No le llamaré” ––pensé mientras pagaba el dichoso tinte negro noche amazónica. Pero al cabo de cuatro días, seis horas y siete minutos estaba marcando su número de teléfono.
Tuve suerte (o eso creí entonces) y me lo encontré hace unos meses en El Corte Inglés cuando yo ya había dejado mi trabajo sin despedirme de él. Como no nacemos con un libro de instrucciones bajo el brazo, ni siquiera con un manual de pocas páginas, decidí no hacer nada cuando lo vi delante de mis narices. Podría ser que él me recordara sin problemas, pero también podría ocurrir que no. ¿Y si me había olvidado por completo? La verdad es que allí en El Corte Inglés, entre coloraciones de l’Óreal París y pinzas de depilar, con los tejanos más horrorosos de mi armario, el pelo recogido de cualquier manera en una pinza y sin maquillar, existían muchísimos números de que el pobre chico fuera incapaz de situarme. Joder, si ya lo dice Claudia que hay que salir siempre a la calle impecable, porque nunca sabes cuándo vas a encontrarte a Javier Bardem. El caso es que Javier Bardem no debe comprar en El Corte Inglés, pero aún así, me maldije por no haber seguido su consejo , porque en ese momento decidí que Leo me gustaba bastante.
Debo admitir que mi intuición es más lista que mi capacidad para hacerle caso, porque recuerdo que me dio por pensar que si Leo estaba en una sección tan femenina como la planta baja de El Corte Inglés, era porque tenía novia, o mujer, o las dos cosas (sorprendentemente conozco a más de uno con las dos cosas). Y yo seguía allí, con las Converse agujereadas, mirándolo alternativamente a él y a mi dedo pulgar asomando por la lona blanca. Como estaba en paro, me había tomado mi nueva condición demasiado en serio. Mandé mentalmente el grunge a la mierda.
Qué queréis que os diga, me entró el acojone y me di la vuelta, dispuesta a pagar en la caja más alejada mi tinte de pelo "noche cerrada del Amazonas". No iba a decirle nada a Leo, como no iba a decirle nada a ningún hombre si no iba con unos tacones de siete centímetros que me infundieran valor. Pero entonces, le oí detrás de mí.
––¿Mila?
Y claro, tuve que saludarle y poner mi mejor sonrisa (sin brillo de labios o "gloss", como les gusta decir en las revistas memas). Me invitó a tomar un café con la excusa de que le contara que hacía con mi vida ahora que ya no estaba en la editorial, pero mentí y dije que tenía un "compromiso ineludible" porque en realidad me sentía incapaz de sobrellevar una conversación con un hombre al que encontraba atractivo con mi sudadera de Osito Mischa manchada de Cola Cao. Pero me dio su número, y sin darme tiempo para procesar lo que ocurría, me cogió por los hombros y se despidió de mí con un par de besos en la mejilla, la mar de normal y dominando la situación con una entereza encomiable. Todo lo contrario que yo, que tuve la certeza absoluta de que, en ese preciso instante, con la boca abierta en una media sonrisa y un pote de tinte en la mano, parecía idiota.
“No le llamaré” ––pensé mientras pagaba el dichoso tinte negro noche amazónica. Pero al cabo de cuatro días, seis horas y siete minutos estaba marcando su número de teléfono.
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